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Arvis Viguls

-1987-

(Jēkabpils, 23 de noviembre de 1987)​. Es autor de cuatro libros de poesía aclamados por la crítica. Traductor del inglés, ruso y lenguas eslavas del sur, además de editor de la revista literaria Strāva. Ha recibido el premio anual de literatura de Letonia al mejor debut (2009) y a la mejor traducción (2022), entre otros premios. En 2017, el proyecto literario internacional Literary Europe Live, lo seleccionó como una de las diez Nuevas Voces de Europa y en 2023 fue preseleccionado para el Premio Poeta Europeo de la Libertad 2024, un premio literario internacional organizado por la ciudad de Gdańsk. Sus traducciones publicadas más recientes son la colección de cuentos Encyclopedia of the Dead de D. Kišs y poesía seleccionada de T. Hughes (ambas de 2023). Ha traducido igualmente a Joseph Brodsky, Federico García Lorca, Walt Whitman y W. B. Yeats, entre otros. Su propia obra ha sido traducida y publicada en más de 20 idiomas, incluidos libros de poemas en español, alemán, croata y polaco.

Esta es una muestra de sus poemas:

El libro

Una tras otra me toco las cicatrices,
mi único camuflaje
para recordar quién soy.
Ya santiguarme no puedo:
ése es mi último ritual.

La más antigua es la del hombro izquierdo 
–la de la vacuna contra la viruela–
redonda, como si alguien
hubiera apagado un cigarrillo allí.
Ése fue mi primer bautismo.

Tengo muchos arañazos, muy finos,
de los diez dedos de las manos:
uno por cada mandamiento.
De niño me gustaban los cuchillos.
Entonces no había otros juguetes.

Solía colocar todos los objetos de la casa
que eran puntiagudos o afilados
delante de mí en la mesa,
para darles nombres
como se nombra a los niños.

La edad de un caballo se determina por los dientes,
la de un dolor por sus cicatrices.
Y aun así todavía soy joven.
Aquí (y debe decirse en susurros)
hay mucho espacio aún.

En la peluquería

–Muy corto– contesto.

–¿Así? –y me muestra,
tomando un mechón entre sus dedos gordos.

–¿No te vas a arrepentir después? –pregunta, curiosa.

He tenido el pelo largo también.
En ese momento, la peluquera
retenía sus lágrimas al motilarme.
No, hoy no me voy a arrepentir de nada.
Hoy es la hora de la venganza.

Por entonces mi pelo
era largo como una espada desenvainada.
Ahora, lo quiero tijereteado
como los gritos verdes del césped cortado,
breve como un pulso.

En aquellos días, mi pelo olía a bosque,
hoy quiero
que huela
a aserrín.

Sólo somos dos en el salón,
que de repente crece.

La habitación se expande.

Me siento en silencio
en el centro de sus atenciones.
Ya no diré una palabra más.
Le pago
para este silencio también.

Me pregunto
si mi mujer estaría celosa
al ver
cómo esta desconocida
recorre mi pelo
con su peine y tijeras,
pasando sus dedos por mi cabello,
gimiendo levemente en sus esfuerzos,
al mover su cuerpo alrededor de la silla.

Mientras trabaja con su cuchilla
siento su aliento en mi nuca,
esa profesional de bigote leve
y figura de carnicera.
A pesar de todos sus esfuerzos,
soy mera carne para ella,
un carnero a esquilar,
un cliente.

Habiendo terminado,
usa secador para dispersar esas motas finas y negras
de mi frente, nariz, oídos.

Pero mientras aplica gel a mi pelo,
por un breve instante me parece
que soy su hijo–
un niñito vestido con capa azul,
que ella por fin desata y sacude,
rompiendo la ilusión efímera.

–¡Pareces otra persona! –dice,
orgullosa de su trabajo.

Sí, parezco otro–
parezco alguien
cuya pesada corona le ha sido retirada de la cabeza,
y ahora debe andar
por calles frías y lluviosas–
sin cetro ni paraguas,
libre, igual, un don nadie
como todo el mundo.

Comentario al epitafio de Villon, escrito para él mismo y sus amigos mientras esperaba la horca

A los ahorcados
o crucificados
les quitan su último privilegio–
morir en el suelo,

como si el suelo que había sostenido
sus crímenes
no pudiera soportar
sus muertes.

Mueren como los náufragos
que han nadado en las profundidades
y no pueden ya tocar
el suelo con los pies.

Los demás los miran boquiabiertos
como mirando a dioses
o nobles,
en silencio y desde abajo.

Para los ahorcados
el aire es su trono;
el enjambre de moscas alrededor de sus cabezas,
su corona.

Nadie puede poner
una flor o una piedra
en el lugar donde sus corazones
se han detenido.

Sólo sus zapatos
cuelgan en el vacío
como extraños frutos.
El viento los mece.

Físicoculturistas en la sala de pesas

Los tendones en su carne forman un patrón complejo
como un tatuaje fino,
sus músculos hacen muecas,
sus nalgas son dos caras,
dos caras muy tristes
que lloran lágrimas saladas de sudor.

Y las venas bajo su piel
son como una red
que les ha atrapado,
de la cual no saldrán vivos.

Y en algún lugar muy profundo en todo eso,
está el músculo principal, el corazón,
atleta del tamaño de un puño,
en un gimnasio de bolsillo,
que tiene que mantenerlo en forma, 
mantenerlo a sus pies.

Me imagino cómo después
de mover el peso de una fila entera
de vagones de un hombro a otro,
se lavan todos en la misma ducha,
porque les cuesta doblarse
y no pueden enjabonarse la espalda a sí mismos
porque lavar un cuerpo tal
es como lavar un tráiler de dieciocho ruedas.

Después, vuelven a casa,
a sus mujeres pequeñitas,
esas mancuernas diminutas del amor
teñidas de rubio o castaño,
adoradoras de la fuerza,
con quienes comparten un depilador
y potes de bronceador artificial,
con el que sacan brillo a sus trofeos y medallas,
y planchan sus pantalones de posar antes de cada competición,
porque la fuerza y la belleza exigen sacrificios
y ellas los ofrecen. 

Mas en la noche, aquellos hombres enormes y bellos
se acuestan a su lado;
acostarse con un gigante así
es como yacer junto a una casa de ladrillos,
y tarda toda la noche
que cada piso y ladrillo esté acariciado
y por fin caigan dormidos,
apoyando sus cabezas agotadas y dichosas
en las duras almohadas de los músculos de sus hombres.

       Traducciones de Lawrence Schimel